Memorias de Alcuéscar


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Casi mediodía y Jesús aún seguía encamado. “Merecido se lo tiene” le rebatía Juan a Angelita cuando ésta se apresuraba a levantarlo. Ella no contestó volviendo a sus afanes, sabía que su marido tenía razón. A decir verdad ni siquiera el linero se había despertado temprano como de costumbre. La cosecha del arroz acababa de finalizar y la última semana había sido muy dura para ambos. Más aún cuando la estancia del primogénito en la casa era cuestión de pocos días. Jesús partiría a primeros de octubre hacia Sevilla para empezar los estudios universitarios de aparejador.

Allá, en Villar de Rena, las calles estaban igualmente vacías como si también descansaran. Esta pequeña población mantenía a casi la totalidad de sus habitantes gracias al cultivo de regadío. Sólo algunas mujeres se asomaban tímidamente para barrer la calle en una descarada excusa para coincidir con sus vecinas y aprovechar la ocasión para conservar la intensidad habitual de cotilleos.

- ¿Te has enterado de lo de Elisita la panadera?

- ¿La hija de Lucio?

- Esa, esa. Hace dos noches la vieron con uno en el puente.

- Hija no sé… Está en la edad, ¿no?

- Si, si, pero me han contado que es un hombre bien crecido y casado.

- ¿Y quién es?

- Uno de Villanueva parece ser…

“¡María! ¿Dónde has puesto el zacho?”. Le demandaban a la alcahueta desde el interior de la casa.

- ¡Al lado del bidón! – respondió de inmediato – Voy para adentro, luego te sigo contando…

Juan observaba la escena desde la puerta recordando aquella que su padre, Amalio Sanz Mansilla, dejara
plasmada en papel a modo de poesía:

[Reservadas de los vientos
en un rincón que el sol daba,
sus plateados cabellos
dos mujeres se peinaban.
Una sentada en el suelo
otra en una silla baja,
a su derecha tenían
con agua una palangana

Pregunta la de la silla
a la en el suelo sentada:

¿No sabes tú nada nuevo?

Nada hija no se nada,
¿qué quieres tú que yo sepa
si no salgo de casa?

Pues escucha, ahora que me acuerdo…]

El linero terminó de recitar para sí. “Pobre Elisita…” pensó, “…más le valdría ir pensado en largarse
de aquí sino quiere acabar como una de esas cluecas” continuó mirando el reloj. “Humff, las doce y
media. Ya va siendo hora de que este se levante”. De nuevo en la casa atravesó el largo pasillo del que
nacían los dormitorios, abrió la puerta del fondo e internó la cabeza entre la oscuridad. Jesús comenzó su
desvelo con la melodía que su padre solía silbar para despertarle. “Fuífú, fuífú…”. No hizo falta más, Juan
volvió a retirarse y el despabilado soltó la cama que tenía tan bien agarrada.

En la cocina le esperaba Angelita que había reconocido el ruido de su hijo.

- Vaya, ya era hora. ¿Te preparo el desayuno o la comida? – le soltó irónica.

- Ya, ya, para un día que no tengo obligaciones… ¿Y María?

- Tu hermana anda confesándose. – le confirmó sirviendo el café y las galletas encima de la mesa – Anda, termínate eso y ve a ver a Manolita que ha preguntado por ti.

- ¿Cómo ha pasado la noche?

- Sigue con fiebre. Ahí tienes agua calentando para llevarle una bolsa.

La pequeña Manolita adolecía de anginas, algo que durante su corta infancia le rondaba dos o tres veces al año. En esta última ocasión se le había enganchado bien y la pobre contaba varios días encerrada en la habitación.

Con mucha cautela entró en los aposentos de su hermana como lo hiciera el linero, dispuesto a hacer sonar de sus labios la alegre tonada mañanera. Sin embargo la enferma interrumpió el intento al reconocer a su hermano: “Jesús, tengo frío”, éste se acercó a la cama e introdujo la bolsa de agua caliente bajo las sábanas.

- ¿Mejor? – le preguntó arropándola de nuevo y sentándose a su lado

- Un poco

Permanecieron así un minuto, en silencio. Él acariciaba su pelo rubio, ella se dejaba mimar. Jesús sentía por ella un cariño casi paterno y de hecho su mayor desazón al inminente viaje que tendría que realizar era dejar atrás a la chiquilla.

Manolita empezó entonces a retorcerse arrimándose la bolsa hacia la cabeza para abrazarla con fuerza. Su hermano posó la palma en su frente y al ver que la fiebre persistía le dijo: “Voy a por unos paños”

- Espera Jesús, tengo miedo… - los ojos de la niña, antes vidriosos por el acaloramiento, ahora empezaban a esparcir lágrimas por sus sonrojadas mejillas.

- ¿Miedo? ¿De qué? No es la primera vez que has estado enferma, ya verás como en unos días estás otra vez rodando el aro.

- Pero tú no vas a estar aquí para cuidarme más…

Jesús se sonrió ampliamente y soltó una pequeña carcajada.

- Ya entiendo. – prosiguió conteniéndose – Pero verás, tengo un remedio infalible para eso. Déjame que vaya a por los paños y ahora te cuento.

Y tras darle un beso en los carrillos salió de la habitación. Cuando volvió a entrar le colocó las almohadas para izarla y empezó a contarle una historia que su padre, el linero, vivió allá en un pueblo no muy lejano, fundado por musulmanes, y que respondía al nombre de Alcuéscar.

Alcuéscar, principios de Julio.

No había hecho sino poner un pie en la calle Real y ya se había corrido la voz. “¡El linero, ha llegado el linero!”. El aviso llevaba la delantera a un joven forastero que mochila en ristre atravesaba la población. Un joven alto, bien parecido, de piel blanquecina y ojos verdes. Un joven que, recién convertido en tratante de la materia prima, recorría la comarca comprando el producto para enviarlo en trenes a las fábricas textiles de Barcelona. Aquella era la época en que la planta de lino se había hilado ya en ovillos, sólo restaba que llegaran los comerciantes para negociar su compra.

Juan era bien valorado en la zona y mientras paseaba por la calle hacia la plaza del pueblo recibía numerosos saludos y sonrisas de afecto. Habían sido muchos los embusteros que, queriendo aprovecharse de la confianza dada, salieran tarifando de la villa al tirar los precios para conseguir exageradas comisiones. “Que me lo hicieran una vez vale, pero tener la cara de volver por aquí… si le engancho lo reviento” le garantizaba un vecino.

- Pásese por aquí más tarde y le invito a un vino… Producción propia ¿eh? – le comentaba otra más adelante - Este año el lino ha salido de muy buena calidad…

- Gracias señora Tecla, no se preocupe que no me olvido de usted.

Frenado a cada paso continuó su camino hacia la plaza del pueblo, sabía que allí, en el bar junto al ayuntamiento, estaría Don Eduardo con su sempiterno descafeinado y un desgastado libro como compañía. Este hombre anciano había calado hondo en el corazón del linero pues, a pesar de su avanzada edad, era un hombre tremendamente enérgico y un expedicionario nato. No en pocas ocasiones le había enseñado las curiosidades de Alcuéscar, sus maravillas arqueológicas o los terrenos ricos en espárragos y setas de toda clase. Junto a él, había aprendido a mirar las cosas de otra manera, no sólo como quien se pasma por su belleza sino como aquel que las escudriña para llegar al fondo de su conocimiento. Entre esos tesoros Juan sentía especial debilidad por una pequeña basílica que quedaba no muy lejos del pueblo y que, aunque ruinosa por aquel entonces, visitaba asiduamente.

Al entrar en la cafetería en que su amigo tenía costumbre de esconderse de los primeros rayos de sol de la mañana, pudo vislumbrar en el asiento habitual a su amigo explorador. Éste era un hombre de avanzada edad, impecablemente vestido, cano de cabello y barba, y, como el linero había predicho, se encontraba enfrascado en la lectura evadido de su alrededor. Para hacer notar su presencia Juan tuvo que situarse a su lado posando la mano en su hombro.

- Buenos días Don Eduardo. – le saludó apaciblemente.

- ¡Hombre mocito! – le recibió alegre – Ya sabía yo que no tardarías mucho en aparecer, ¿ya has hecho negocios?

- No, aún no, venía a acompañarle el café.

- Bien mocito, bien. Así me contarás que cosas sorprendentes te han pasado últimamente.

Si Juan admiraba a Don Eduardo por hacerle tener otra visión de las cosas, a él le fascinaban los episodios que contaba el linero. El anciano era la única persona que no desmontaba sus relatos, ni siquiera le cuestionaba su veracidad, durante su larga vida había visto gran cantidad de situaciones que nunca hubiera creído que pudieran ser ciertas.

- Haría falta más de un café Don Eduardo, – le arguyó complacido – y antes debo cuidar de mi tarea, le prometo contarle una muy buena antes de irme.

- Te tomo la palabra mi afanoso mocito. – encajó Don Eduardo – Y yo te mostraré mi nuevo y último descubrimiento, creo que no te defraudará.

- ¿Alguna nueva variedad de seta? – le preguntó aludiendo a su carácter micólogo.

- Algo de eso también hay mocito, pero me refiero a la última excursión en la que me he embarcado. Aunque al igual que tú, mi querido amigo, necesitaría más de una taza…

Juan se despidió intrigado, deseó posponer sus tratos para la tarde pero el lino esperaba y más valía dejarlo cerrado cuanto antes. Así cargó con su zurrón y tomó dirección hacia el noreste, directo a la Iglesia de San Pedro de Alcántara, llamando a la puerta de cuantas casas albergaban el género que le diera mote para el resto de sus días. Pasó bajo la torre ciega y, tras atender a media decena de proveedores, volvió tras sus pasos al recordar que allá en la calle Real le esperaban la señora Tecla y un vino de promesa.

- ¡Señora Tecla! – voceó tras aporrear el portón durante un buen rato.

- Perdona hijo, ya bajo – contestó apareciendo por el balcón de la planta superior.

La hilandera le abrió disculpándose por la espera y contándole, en medio de un estado de nervios, que se encontraba desde hacía una semana al cuidado de su nieta de ocho años, de nombre Marcelina, la cual habían dejado los padres a su cargo por un viaje de placer.

- Esta endiablada niña me va a quitar la vida, – le largaba ante el aguante estoico del invitado - no hay manera de meterla en vereda. Hace dos días me llegó calada de arriba abajo… ¿Cree usted que me aclaró de donde venía? No, claro que no. Y ahí la tienes con una fiebre de caballo y no me para quieta. A la que me despisto se me escapa y no vuelve en horas…

- Bueno señora Tecla, ya sabe, es la edad – argumentó el linero que al ver la excitación de la mujer cambió de tema diciendo: “¿Y ese vino de la casa?”.

La abuela se disculpó de nuevo por la irritación mostrada y junto al vino atendió al tratante con unas aceitunas verdes machadas. “Están muy buenas” reconoció agradecido. “Gracias hijo, las guiso yo misma, pero no me vayas a pedir la receta, eso es secreto de familia” bromeó más serena.

Tras media hora y llegar a un acuerdo, Juan se despidió de la alcuesqueña. “Ya es hora de comer”. Aprovechando el parón decidió dirigirse hacia su pequeña basílica, esa que tanto le intrigaba. Atravesó de nuevo la plaza y torció a la derecha por la calle de la Fuente del Castaño. En el camino, habiendo dejado atrás el pueblo, contempló como un grupo de obreros arrancaban el corcho de los alcornoques. Recordó así el día que viera esa misma escena con Don Eduardo un año antes:

“¿Crees que es un trabajo fácil? ¿Sólo necesitado de la fuerza física? Pues escucha mocito. Esta gente es de las más hábiles que podrás encontrar. Hay que tener más maña que fuerza. Si hundes demasiado tu hacha puedes dañar el tronco que protege el corcho. ¿Sabías que una marca en él puede conservarse durante años y aparecer cuando quites la siguiente capa?”

Iba pensado en ello el linero cuando estando a menos de medio kilómetro del santuario observó una sombra a lo lejos correteando entre los olivos, a la izquierda de la pista. Apresuró el paso hacia el lugar donde le pareciera verla pero no encontró nada. “El hambre me confunde” se convenció.

Llegado a su destino, el linero contempló las tres naves de su parte posterior y se sentó bajo la sombra de una encina. De su bolsa sacó un trozo de salchichón, cuatro lascas de queso de oveja y una bota de vino que bastaría para pasar la comida. En aquel momento reparó en la presencia de una roca misteriosa, parecida al risco pero de tacto metálico y un azul mucho más eléctrico. Quiso cogerla pero no pudo levantarla ni un palmo pues, aunque no era muy grande, su peso era considerable.

De repente un eco venido de dentro del templete atrajo su atención. Temeroso y desconfiado de lo que pudiera suponer, empuñó la navaja que estaba usando para cortar la longaniza y se dispuso a entrar. Una chiquilla acelerada le interrumpió la acción surgiendo del interior y embistiéndole bruscamente. El choque provocó que esta cayera de culo en el suelo.

- ¡Oh! Perdóname pero tienes que mirar por donde vas o podrías hacerte daño – le aconsejó Juan tendiéndole la mano - ¿Cómo te llamas?

- Marcelina señor – reveló con voz baja y la barbilla pegada al pecho.

- ¿Marcelina has dicho? – el linero le tocó la frente y al ver que estaba ardiendo la sujetó del brazo reprendiéndola – Tu debes ser la nieta de la señora Tecla. No tendrías que estar por aquí, cuando uno está enfermo debe guardar cama.

- ¡Suéltame! – le exigió zafándose – Tú no eres mi padre.

- Cuanta razón tenía tu abuela … – confirmó Juan mostrándose aún más serio – Vente conmigo que te llevo a casa.

- ¡No!

- Marcelina no me quiero enfadar…

- ¡No y no!

La niña huyó de nuevo hacia el interior, Juan fue tras ella alcanzándola frente a lo que una vez debió ser el altar y se acercó muy lentamente, como si fuera un gato salvaje. Ella se retiraba de espaldas y cuando estaba apunto de rendirse, cuando la tenía casi prendida, algo le despidió hacia atrás apartándole de Marcelina. Aturdido en suelo contempló como la pequeña empezaba a despegarse de la tierra levitando envuelta en una burbuja transparente. El linero se frotó los ojos y se levantó. Trató de saltar hacia ella pero ya no estaba a su alcance, sólo pudo seguirla con la mirada mientras se perdía en el cielo.

Sobrecogido salió a correr en busca de ayuda pensando durante el trote como haría para explicar lo sucedido. “Nadie me creerá…” anticipó. “Don Eduardo… Don Eduardo podrá ayudarme” .

El linero llegó jadeando al umbral de la casa de su sabio amigo y no paró de golpear la puerta hasta que su llamada fue atendida.

- ¡Mocito! – el anciano le adentró en la casa como pudo sentándole en una silla del zaguán. Juan intentó recuperar el habla pero su cuerpo exigía primero el aire que necesitaba para hablar – Tranquilo chico, tómate un momento.

Una vez recuperado le explicó lo sucedido al anciano que escuchó atentamente pero con indiferencia contenida. “¡Tenemos que hacer algo!”, le concluía exigiéndole algún tipo de reacción.

- ¿Recuerdas mocito cuando te emplacé para mostrarte mi último descubrimiento?

- No hay tiempo para eso. ¡Hay que hacer algo! –insistía.

- Precisamente mocito, escucha esto que te voy a contar, creo que te servirá de mucha ayuda.

Don Eduardo le contó que el otoño anterior había comenzado una investigación en profundidad acerca de la pequeña basílica de las tres naves. Estaba dispuesto a averiguar el origen exacto de ese lugar sagrado y de quienes hicieran uso de él, pero cuando creía que estaba a punto de desvelar el secreto le sobrevino un inoportuno ataque de reuma. Como era de esperar, dada su avanzada edad, el doctor le prohibió tajantemente continuar con sus habituales expediciones. “Como podrás comprender no iba a dejar que un simple reuma me apartara de mi investigación”. Así pues, y haciendo caso omiso de las indicaciones médicas, prosiguió visitando la basílica día si y otro también.

Sucedió en una de esas ocasiones que Don Eduardo se aproximó a la zona del altar, había descubierto algunas inscripciones en la escalinata de subida que quería anotar para consultar más tarde en su despacho. Sin embargo algo le contuvo su propósito. Notó primero un cosquilleo en la punta de los dedos de sus pies, después sus rodillas se doblaron ligeramente pues ya no ejercía presión sobre el suelo. Estaba empezando a ascender sin que pudiera hacer nada por evitarlo. En la subida pudo comprobar que un globo esférico le rodeaba por completo alejándose poco a poco en el espacio exterior.

- Me parece que esto supera a cualquiera de tus fábulas, ¿verdad mocito? – aseguró con una sonrisa de satisfacción. Juan aguantaba el aliento que antes luchaba por recobrar.

“Seguí distanciándome cada vez más” prosiguió. Don Eduardo le contó que no recordaba cuanto tiempo tardó en llegar ni como fue que apareció allí, pero una vez calmado cayó en que acababa de posarse en la superficie lunar. En este punto hizo un alto en la historia.

- La superficie lunar mocito. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? - la expresión de su cara estaba llena de euforia - ¿Tienes idea de lo maravilloso que resulta ver nuestro planeta Tierra desde fuera?

- ¿Qué hizo entonces? - preguntó Juan forzándole a continuar.

- No voy a engañarte mocito, el pánico me pudo pero por alguna razón la burbuja me estaba proporcionando la atmósfera que necesitaba para respirar y eso me tranquilizó en cierta medida.

En su narración el `astronauta` le explicó cómo empezó entonces a ojear la zona y en medio de aquel suelo polvoriento encontró algo que le llamó la atención: Una agrupación rocosa de un color azulado que destacaba de todo el entorno grisáceo. Y aunque no estaba demasiado alejada, se vio inútil al intentar caminar, la burbuja le impedía posar los pies para impulsarse. En un gesto de desesperación se echó las manos a las rodillas provocando su avance. “Para desplazarme era bastante con inclinar el tronco hacia delante”, así es que aplicó la técnica y se situó frente a ellas.

- Yo encontré alguna de esas rocas en la basílica – le indicó Juan.

- Mocito observador… - le manifestó orgulloso Don Eduardo..

“Me armé de valor y traté de sacar la mano para coger una de esas piedras…”, reanudó el narrador que ya en pie interpretaba con pasión su aventura. “…y pude coger una” afirmaba señalando que el peso de aquel mineral extraño en la luna era más ligero que el de una pluma.

- Volví a elevarme, pero esta vez en dirección a la Tierra, y cada vez que me acercaba la roca pesaba aún más. Tuve que esforzarme realmente para que no se me cayera…- Don Eduardo se auto interrumpió mirando al vacío.

- Prosiga, no pare.

- No hay mucho más que contar mocito, volví a aparecer frente al altar y desde entonces no he vuelto a acercarme por allí. No te negaré que, a pesar de mi carácter inquieto, me cuesta reunir el valor para volver a intentarlo – terminó sentándose junto a Juan - Pero lo más increíble de todo es que averigüé el origen del santuario…

Según Don Eduardo la basílica fue construida por el pueblo celtíbero en honor a una de sus deidades: Ataecina, diosa de la luna y la curación. La teoría que defendía el anciano era que esta divinidad castigaba con el destierro al satélite a cuantos subestimaban su enfermedad omitiendo las artes y consejos curativos. “Es duro admitirlo para un hombre de ciencia pero no encuentro otra explicación” concluyó.

- Entonces ya sabemos cómo traerla de vuelta. ¡Ayúdeme a llegar hasta a ella! – exclamó el linero.

- Alto ahí mocito. Piénsatelo bien, puede ser muy peligroso, puede que no seas capaz de regresar. Ni siquiera sabemos si estará en el lugar donde yo aterricé o si la burbuja te llevará exactamente al punto donde ella esté.

- Lo sé, créame que lo sé, pero tenemos que hacer algo. ¡No podemos quedarnos parados sin más! – Juan demandaba premura mientras Don Eduardo miraba hacia el suelo como musitando algo.

- ¡De acuerdo! - soltó levantando la barbilla – Sólo tenemos que pensar que clase de enfermedad te podemos inocular en poco tiempo, y que no sea demasiado comprometida claro…

Juan reconoció el estado de ensimismamiento en que se hallaba sumido Don Eduardo. Algo le rondaba por la cabeza, un excéntrico plan como de costumbre.

- Mocito… - prosiguió despertando de su abstracción – Acabo de recordar que no hace mucho, y no muy lejos de aquí, descubrí un tipo de seta que al principio confundí con una clase de níscalo propio de los pinares. Sin embargo esta especie la encontré bajo un olivo centenario y eso es muy raro porque…

- Don Eduardo, no hay tiempo para rodeos – le paró apremiándole.

- Tienes razón, perdona. El caso es que al probar una pequeña porción descubrí mi error. No era ni mucho menos comestible. En pocos segundos empecé a sentir un acaloramiento por todo el cuerpo que se aceleró por segundos desembocando en una fiebre alta…No dejé que actuara mucho tiempo claro, un poco de mi antipirético natural me bastó para recuperarme por completo.

- ¡Hagámoslo pues! – concretó el decidido linero.

- Tranquilo mocito. No haré nada si no me prometes que tomarás el remedio antes de que la fiebre se descontrole por completo. No sabemos que te puede provocar a medida que pase el tiempo.

- Puede que eso me traiga de vuelta de improviso…

- Puede… pero no estoy dispuesto a correr ese riesgo, tú tampoco deberías.

Juan aceptó el trato, sabía que no había tiempo que perder y la imagen de la pobre Marcelina perdida en la inhóspita Luna le estaba consumiendo la paciencia.

Don Eduardo tomó las muestras de la seta venenosa, de su antifebril herbario, el extracto de jara, y partieron raudos hacía la basílica. El sol ya se ocultaba por el oeste y la silueta oscura de la cruz del calvario les hizo acelerar el paso hasta situarse frente al santuario.

El linero entró primero colocándose frente al altar, esperando a su compañero que se acercó por su espalda para entregarle el tóxico y el antídoto. Juan engulló la seta sin titubeos exigiendo su castigo y en cuestión de segundos comenzó a sudar víctima del veneno. La diosa Ataecina no tardó en actuar pues un instante después despegaba del suelo circundado por la esfera transportadora. Don Eduardo contempló desde la superficie como despegaba su amigo. “Demasiado rápido, me parece…” se dijo desconfiado. Juan no advirtió esa velocidad, el destemple de su cuerpo estaba haciendo mella en su juicio y concentraba todas sus energías en no perder la consciencia. Sólo el golpe del alunizaje le hizo volver en sí.

Empapado en sudor tuvo que secarse los ojos para iniciar su reconocimiento. Juan giraba y giraba nervioso en torno a sí mismo hasta que frenó al distinguir un ligero destello en la lejanía, junto a las rocas a las que le aludiera Don Eduardo. Rápidamente inclinó su tronco hacia delante pudiendo ver a medida que se acercaba que se trataba de la pequeña Marcelina. Ésta lloraba desconsoladamente.

- ¡Marcelina! – le gritaba a su lado - ¡Marcelina!

Era inútil, no parecía escucharle, se mantenía encuclillada con la cabeza entre las rodillas. Sofocado se acercó aún más tratando de llamar su atención. De pronto las dos burbujas se unieron en una, como las pompas de jabón. Marcelina alzó la vista y se lanzó a sus brazos sin mediar palabra.

- Ya está, ya ha pasado todo. Nos volvemos a casa – le dijo calmándola.

- Lo siento, lo siento – balbuceaba arrepentida.

- Tranquila, tómate esto.

Juan le ofreció la medicina que estaba reservada para él y acto seguido recogió uno de los pedruscos del suelo para iniciar el viaje de vuelta. Durante el recorrido el linero acabó por sentirse cada vez más débil desmayándose por completo. No volvería en sí hasta que su compañero en tierra empezara a abofetearle.

- ¡Mocito! ¡Mocito! – Don Eduardo intentaba despertarle desesperadamente, Juan despegó levemente los párpados - ¿Qué ha sido de tu antídoto?

- Me lo dio a mí – respondió Marcelina por él.

Juntos, anciano y niña, cargaron con el extasiado linero hasta la casa del primero donde tuvo que permanecer más de una semana hasta que estuvo totalmente recuperado. Antes de abandonar Alcuéscar Don Eduardo le despidió con un sincero abrazo y un regalo: Una pequeña llave tallada del material rocoso azulado. “Mi casa es tu casa mocito, no te olvides nunca del camino de vuelta”.

- No lo haré Don Eduardo – le dijo Juan emocionado.

El linero cargó su zurrón y tomó la salida del pueblo con apremio pues todavía le quedaba una jornada de viaje hasta llegar a su hogar y Angelita debía andar preocupada. Sin embargo, antes de terminar la calle Real, le esperaba una parada más: Tecla y Marcelina le aguardaban asomadas al portón de su casa.

- Muchas gracias hijo, ya me contó Don Eduardo que fuiste tu quien la trajo de vuelta de la basílica. No sé como compensarte… - le dijo la abuela tomándole la mano.

- No es necesario Señora Tecla, lo hice encantado.

- ¡Ay Señor! Que voy a hacer yo con este trasto de niña…

- No debe preocuparse más señora. No sé por que me da que no volverá a desobedecerla nunca más. – le afirmó el linero guiñando un ojo a la niña.

“¡Que tengan buen día!” exclamó Juan despidiéndose.

Villar de Rena, habitación de Manolita.

- ¿Qué te ha parecido la historia? – le preguntaba Jesús a su hermana enferma.

- Pues… No sé de que remedio infalible me hablabas, ahora tengo más miedo que antes – le respondía Manolita temblorosa.

- ¡Oh! Sí, perdona cariño, se me olvidaba – Jesús metió su mano en el bolsillo de la camisa y sacó una llave de un color azul brillante – Esta es la llave que le regaló Don Eduardo a nuestro padre. Si la llevas encima cuando estés mala nada podrá pasarte pues el peso hará que te mantengas sana y salva.

- ¡Gracias hermano!

Jesús salió de la habitación y se topó de frente con su padre Juan.

- ¿Qué tal sigue tu hermana?

- Mejor papá, mucho mejor.


FIN

Por Ormuz.

Publicado en la Edición de Verano ´08 de "SIERRA Y LLANO". Periódico de la Comarca de Montanchez y Tamuja

Visita: Sierra y Llanos



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