Memorias de Albalá

El gallo había cantado ya dos veces y Juan permanecía aún encamado. No era lo habitual, la fuerza de la costumbre le había instruido a comenzar la jornada antes de que la alborada asomara; pero la fiebre siempre es dura contrincante y en esa ocasión le había ganado. Mientras, Angelita seguía afanada en sus labores sin percatarse de la anomalía. Fue la pequeña Manolita quien reparó en la falta:

- Madre, el café de padre se enfría – dijo con su diminuta barbilla apoyada en la mesa.

Angelita soltó el fregón y secándose las manos en el mandil le dijo a la otra hermana:

- Voy a ver. María, despierta a tu hermano.

Amalio era el benjamín de la familia y, desde que la adolescencia le agravara el verbo, también la mano derecha de su padre en los negocios de sustento de la casa. Los Lineros, que así les llamaban en Escurial – pueblo donde residían -, se dedicaban a la agricultura del cereal y la ganadería bovina. El apodo provenía de una antigua ocupación del febril tendido que, incluso antes de conocer a su esposa, marchaba pueblo a pueblo comprando la materia prima para enviarla en trenes a las fábricas textiles de Barcelona. Por aquel entonces sellaba su correspondencia como:

Juan Sanz Luque
Comerciante y Tratante de Lino


Para los demás era simplemente: Juan el Linero.

- Amalio, levanta que ya es hora, padre está malo – el bulto bajo las sábanas permaneció inmóvil en señal de resistencia. Como tantas otras veces, la intrusa tuvo que romper la penumbra de la estancia abriendo las contraventanas para conceder el acceso a los primeros y más débiles rayos de sol.

- Mmpf, ya voy, ya voy – Amalio no necesitaba encontrarse enfermo para remolonear en la cama y de mala gana arrastró su aún entumecido cuerpo hasta la cocina. Su madre continuaba con la tarea tras asegurarse de que el doliente tomara en serio la calentura y permaneciera en el lecho.

- Vete a ver a tu padre, quiere hablar contigo.

De pronto, se acordó de aquel carnero semental que, desecho y mayor, había salvado sus huesos del fondo de la charca la mañana anterior. Ese torpe obligó a su padre a calarse para recuperarlo. “Déjame a mí o cogerás una pulmonía”, sentenció entonces el Linero.

- Padre, ¿se encuentra bien? – Amalio asomó la cabeza al no recibir respuesta del interior.

- Pasa hijo. – Juan apenas podía hablar y le indicó con la mano que se acercara para no forzar su maltrecha garganta. – Hijo, hoy tendrás que ir solo al mercado de Albalá.

Una vez al mes el Linero viajaba a la localidad de Albalá, en la comarca de Montánchez, para visitar su afamado mercado de ganado y comprar ovejas de cría. Una vez al mes y no menos, porque el único transporte con que contaban era un viejo Renault 4L del que habían suprimido los asientos traseros para aumentar la capacidad de carga que, aún así, se limitaba a dos o tres cabezas.

Amalio despertó de pronto. Era un chico valiente y con iniciativa, pocas cosas le causaban temor. Pero no era el miedo lo que le había espabilado, sino el repentino sentido de la responsabilidad. En el mercado de Albalá se daban cita los más avispados comerciantes de la zona y eran reconocidos regateadores de alta talla. Un joven casi imberbe negociando entre experimentados mayoristas era carne de cañón, y Juan lo sabía.

- Escúchame con atención: pregunta por Gorka el Vasco, me debe un par de favores. Dile que eres mi hijo, te atenderá bien. No es el que el mejor ganado tiene pero servirá. Tu madre te dará el dinero.

- Si padre – Amalio dio media vuelta hacia la puerta y antes de rozar siquiera la manilla se interrumpió su salida.

- Amalio, – éste se quedó inmóvil, no recordaba que su padre le hubiera llamado nunca por su nombre de pila. – ve con cuidado y no te fíes de nadie…lo harás bien.

Aquellas palabras de aliento le infundieron confianza. Salió de la habitación con la espalda recta y la cabeza alta. Tomó el almuerzo que su madre le había envuelto en un viejo mantel e introdujo seis mil pesetas para la transacción en un doble fondo de la chaqueta. Tras otros tantos consejos maternos, arrancó con decisión el vehículo y despidió con un sonoro claxonazo a la afanada Angelita. “No pites o despertarás a todo el mundo” le reprobó ésta con igual volumen.

Nada más atravesar Miajadas el sol ya se mostraba por entero deslumbrando al piloto. “Tú asoma lo que quieras, con los ojos cerrados llegaba yo” declaró desafiante. En verdad conocía bien el camino, no pocas veces lo había recorrido como acompañante y, desde su mayoría de edad, era él quien manejaba los mandos. Alcanzó Almoharín en un suspiro y atravesó el término de Valdemorales recordando como su padre le relataba que allí era donde su familia había comprado siempre las colmenas de corcho.

Antes del cruce de Torre de Santa María apartó el coche a la cuneta para evacuar por segunda vez ese día, los nervios apretaban y a él se le agarraban al estómago. Obrado y con los pantalones subidos de nuevo a su lugar, se dispuso a proseguir camino cuando observó la figura de un hombre echado de costado sobre la hierba aún húmeda. “Quizás le haya pasado algo” se dijo. Se acercó hasta él muy despacio y con mucha cautela. Cuando restaban menos de dos pasos escuchó que prorrumpía con un fuerte ronquido. Amalio se sonrió, “Vaya un sitio para dormir”.

Calmado, deshizo sus pasos hacia al coche y se percató de que allí, apoyado sobre el guardabarros yacía otro somnoliento. Volvió a girarse para ver al primero que sorprendentemente ya no estaba, había desaparecido. “Parece que…no, no puede ser, parece que aquel es el mismo que el que estaba tumbado aquí antes, pero es imposible...” razonó. Sin embargo, conforme más se acercaba más seguro estaba de esa afirmación.

- Perdona chico, ¿te he asustado? – el misterioso personaje se arrancó a soltar una carcajada tras otra, brincando y bailoteando mientras Amalio se quedaba inmóvil sin poder articular palabra. - Oh, perdóname no era mi intención. Verás, en mi negocio las ventas no son nada fáciles y tengo que utilizar artimañas como esta para llamar la atención de los clientes.

- ¿Negocio? ¿Qué negocio?- preguntó Amalio exigente.

- ¡Oh!, ¿No has visto el cartel? Sí, ese que colgué en la encina que…Vaya, olvidé colgarlo, ¿verdad? Soy un desastre perdona. Permite que me presente, me llamo Amable, Rodrigo Amable y soy vendedor de Tiempo. – Rodrigo se sacudió el polvo y extendió su mano. Su aspecto era, cuanto menos, estrambótico. Vestía unos pantalones anchos tejidos de multitud de retales de muchos colores, camisa de lino blanco sobre la que se agolpaban manchas de toda clase y un sombrero negro de ala ancha que cubría una larga melena blanca.

- Encantado. ¿Tiempo? Relojes querrá decir.

- ¡No, no! Esas horribles máquinas nunca. ¡Antes muerto! Yo vendo Tiempo, con mayúsculas…y del bueno he de añadir. – apostilló con orgullo.

- Perdona pero tengo algo de prisa y…

- ¡Precisamente! - exclamó mientras le pedía con gentileza - Concédeme un instante, no te entretendré demasiado. ¿Quieres saber como conseguí desplazarme de un lugar a otro con tanta rapidez?

Delicadamente Amable extrajo de su zurrón una pequeña bolsa de esparto azul cerrada en su extremo con una cuerda de material de pita. La sujetaba con la palma abierta, por la base.

- Esto amigo mío es una bolsa de Tiempo y de la mejor calidad he de añadir... ¡oh! eso ya lo dije...disculpa. Verás, con cada una de estas bolsas puedes parar el tiempo a tu antojo. Increíble ¿verdad? ¿Qué me dices? ¿Cuántas quieres? ¿Dos, tres, tal vez diez?

- Ninguna son las que quiero, como le dije llevo prisa – concluyó Amalio, “Chalado” se dijo.

- Está bien, no insisto más, espero que no te arrepientas – dijo el vendedor desapareciendo de sopetón.

El chico decidió proseguir sin pausa su andanza y no pensar más en lo extraño de lo sucedido. “Tengo que llegar temprano”. Vana intención, pues tras el cruce de Albalá tuvo que frenar su marcha de nuevo. Un tipo inmóvil, tirado en la carretera, interrumpía la circulación. Amalio bajó del auto y antes de arrimarse al sujeto levantó la vista hacia el dominante Castillo de Montánchez. “Y ahora qué…”.

- Mire Señor Amable, de verdad que no tengo tiempo para estos juegos, he de llegar pronto al mercado de ganado.

- A mi chaval como si te afeitas con maquinilla.

Ese no era Rodrigo sino un ratero, y con navaja.

- Dame todo lo que lleves o te rajo aquí mismo – el agresor estaba tembloroso. Se podía oler la pavura en cada gota de sudor que le bajaba por la frente.

Amalio metió despacio la mano en su chaqueta para echar mano de los billetes.

- Tranquilo aquí tienes, es todo.

Alterado, el ladrón extendió la mano y salió a correr con su botín como si le fuera la vida en ello. Amalio no había mentido, era todo lo que tenía. Había fracasado de la peor manera que hay: injustamente. El joven contuvo las lágrimas y accionó de nuevo la llave de contacto prosiguiendo hasta su anhelado destino. Atravesó el pueblo hacia el mercado, cruzó la Plaza Mayor y, por un segundo, se recreó viendo jugar a dos niños en la fuente. En ese momento recordó las últimas palabras del vendedor de Tiempo: “espero que no te arrepientas”.

- Perdone, estoy buscando a Gorka el Vasco – consultó ya en el mercado.

- Es el de la chapela.

- Gracias.

En otra ocasión hubiera bromeado con un irónico “cómo no” o un burlesco “no lo habría adivinado”. Pero en otra, no en esa.

- Disculpe señor, ¿es usted Gorka el Vasco?

- Claro zagal… ¿o acaso no ves la chapela?

En verdad no podía negar su condición de vasco. En él se contenían los más típicos tópicos y alguno más. “Marketing” confesaba orgulloso a sus más íntimos.

- Me llamo Amalio Sanz y mi padre es Juan el Linero. Me dijo que preguntara por usted para comprarle dos merinas fértiles.

- ¿Con que tu padre es el Linero, eh? ¿No estará pensando en jubilarse el muy holgazán?

- No señor. Se encuentra enfermo en cama. Me ha mandado a mí y me ha dicho que hablara directamente con usted.

El vasco atusaba su abundante bigote mientras repasaba la figura del chaval. En realidad pensaba que era una pena que el chico fuera hijo de quien decía. “A este me lo merendaba yo”.

- Y ha hecho bien el zorro. Hay que tener mucho cuidado por aquí. Antes de que te des cuenta te encasquetan una vaca por un toro y te mandan a casa haciéndote pensar que has hecho el negocio del siglo – a pesar de esperarla el vasco no obtuvo respuesta. Amalio le mantenía firme la mirada – En fin, dos merinas fértiles dices, ¿eh? Está bien, por ser para quienes son te las dejo en cinco mil pesetas… y no me andes regateando que son un regalo.

- En realidad señor no tengo con que pagarle. Justo antes de entrar en el pueblo un maleante me robó las seis mil que llevaba para la compra. Esperaba que pudiera fiarme. No quiero volverme de vacío.

- Lo siento mozalbete, una cosa es ser un íntegro comerciante y otra muy distinta un primo de tres al cuarto. Yo no le fío ni a mi santa madre, que en paz descanse.

Ante tan categórica declaración Amalio salió del mercado con la cabeza gacha. Tocaba volver derrotado. Aún así no había prisa, no habría resuelto su misión pero sí que se había merecido un pequeño respiro.

Regresó andando al centro por la calle Paz hasta la Plaza. Ya no estaban los chiquillos de la fuente y se sentó en su borde de cara al ayuntamiento. En el balcón central, un hombre se desesperaba intentando recolocar la bandera ´alada´, símbolo de la población. El viento la había soltado del mástil y el operario ya juraba en arameo. Amalio se acercó presentándose bajo la baranda:

- Disculpe, ¿necesita ayuda?

- No me vendría mal muchacho, sube hasta aquí.


Entre ambos lidiaron con la cuerda y la tela durante un buen rato hasta que consiguieron que ondeara en lo alto.

- Gracias hijo – satisfecho se rascó los bolsillos en busca de algunas monedas – Perdóname, querría convidarte pero no llevo nada encima.

- No se moleste, no es necesario.

- Pues te estoy infinitamente agradecido – reconoció despidiéndose.

“Ya es hora de volver a casa” se dijo Amalio que, allegándose al coche, distinguió una figura familiar: era el varón de la melena cana.

- Vaya, vaya, mira quien está aquí – dijo Amable con una amplia sonrisa - ¿qué tal te ha ido? ¿Llegaste a tiempo?

- Llegué, pero antes un ladrón me desvalijó en el camino.

- Eso me han contado. El amigo Gorka es una cotorra de primera. Te hubiera venido bien uno de mis artículos, ¿no crees?

- Creo, pero ahora ya da igual – manifestó abatido.

- Sin embargo tuviste tiempo de ayudar a ese hombre del ayuntamiento.

- No ha sido para tanto, cualquiera hubiera hecho lo mismo.

- ¿Cualquiera? No sabría decirte. Quizá sí o quizá no.


Entonces Amable sacó una armónica del saco y comenzó a tocar una alegre tonada reflexionando al tiempo con la vista en el suelo. De repente paró como si hubiera caído en algo.

- ¿Quieres que te cuente un secreto? No es un secreto cualquiera, tendrás que prometerme que lo guardarás durante toda la vida. ¿Me lo prometes?

- De acuerdo, prometido queda.


El vendedor soltó una resonante risotada, rotó sobre sí mismo colocándose frente a Amalio y se quitó el sombrero.

- El Tiempo que se regala es mucho más valioso que el Tiempo que se ahorra – le explicó susurrando – Muchos no saben siquiera como atraparlo en las bolsas pero yo me he tomado la libertad de almacenarlo por ti. Esto es tuyo.

Amable le entregó dos bolsas azules. Estupefacto, Amalio las cogió suavemente como siempre las sujetaba el vendedor.

- Ahora bien – prosiguió con un salto hacia atrás -, si quieres podemos hablar de negocios tú y yo. Como ya te he dicho ese Tiempo que posees está muy demandado en esta época. Un comerciante sobresaliente como yo podría estar interesado en su compra. ¿Por cuánto me lo venderías?

El hijo del Linero no se lo pensó dos veces y fijó con entereza: “Seis mil pesetas”

- ¡Trato hecho! – exclamó Rodrigo Amable.

Súbitamente las bolsas desaparecieron de sus manos y el vendedor de la escena. Amalio notó entonces un bulto en el forro de su chaqueta. No lo examinó, no hacía falta. Sin dudarlo un instante, y con la mano apretando el fardo, salió disparado en busca del vasco y las merinas. No tenía tiempo que perder.

Por Ormuz

Publicado en la Edición de Invierno `08 de "SIERRA Y LLANO". Periódico de la Comarca de Montanchez y Tamuja.

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